martes, 28 de julio de 2015

5 minutos más

- Y por qué la quieres tanto?

- La quiero porque ella también me quiere, y no solo por que lo dice, sino por que me lo demuestra cada día; me encanta cuando me da ese beso inesperado que irónicamente siempre estoy esperando, cuando me toma de la mano por la calle y me arrastra como si supiera que solo junto a ella iría al fin del mundo, cuando me abraza delante de todo el mundo como intentando contagiar a todos la alegría que nos desborda cuando estamos juntos, cuando hablamos de nuestro futuro, que a decir verdad es un tanto incierto, pero nos imaginamos juntos, siempre juntos rodeados de niños que comparten nuestros rostros y nuestras formas de ser, la quiero mas cuando me incluye en sus proyectos, que automáticamente se convierten en "nuestros proyectos" me hace sentir muy importante en su vida, la quiero cuando me pide visitar un día de estos su casa, solamente para ufanarse de lo hermosa que es su mascota y quizá por ahí ver alguna película, la quiero por que no tiene miedo a ser feliz, la quiero por ser como es.

Luego me di la vuelta y seguí soñando.



AVISO PARROQUIAL: No dejen que nadie, absolutamente nadie los interrumpa al ver este vídeo, es muy bueno y me hubiera gustado mucho poder verlo hasta el final.



martes, 14 de julio de 2015

Te quiero más que poquito

Hay mucha gente que dice: "Todo puede ocurrir, todo es a su tiempo". Y la verdad yo creía en ellos hasta que hoy aparecieron los que decían: "Esperar es de ilusos". Y ahí fue cuando todo se volvió confuso y comencé a analizar mi situación. Sabes Chiquita, sé que lo nuestro tal vez nunca se dé, pero por mi parte debes saber que siempre desearé que los que me dijeron lo primero tengan la razón.

Gracias infinitas, te quiero tanto que nunca en mi puta vida pensé sentir lo que siento hoy por ti. Y te aseguro Chiquita que aquí te quedas aunque te vayas.



viernes, 10 de julio de 2015

Tus lindos 3 metros de altura

Nunca subestimes a una mujer. Nunca presumas con ella de tener el dominio de la situación, o la sartén por el mango. Nunca se te ocurra pensar cancheramente que, si ella está de ida, tú ya estás de regreso. Nunca des por sentado que, por tener más años, más experiencia, más recorrido o más mundo (según tu), le llevas considerable ventaja. Nunca creas que fuiste tú el que la conquistó, o el que la tiene comiendo de tu mano. Nunca siquiera sospeches que ella depende emocionalmente de ti, que sin ti no viviría. Nunca. Ni un poquito.

En todos esos casos, lo más probable (lo único probable, en realidad) es que ella esté permitiendo que te lo creas.

La otra noche fui a la casa de un “amigo” (en realidad fui a pedirle dinero prestado ) y me dijo:

–Mira lo que encontré en YouTube.

Me acerqué su compu, mire el título en la pantalla y me inquietó inmediatamente: “Ten tiny love stories” (diez pequeñas historias de amor)

– ¿Qué tal está?, le pregunte a mi pata, mientras se servía el suculento arroz con huevo que acababa de prepararse.

–Te va a vacilar. Hasta podrías escribir cualquier cosa de ahí, me dijo, sin dejar de hacer.

–Se ve bien, pero tengo que zafar en media hora.

–Mírala un ratito, baboso.

Como estaba contrariado por el tiempo (y por supuesto por el dinero =P), me desparramé en la silla de la pc pensando ver solo el inicio de la película, pero me envicié tanto que no pude dejarla hasta el final. Vi las diez historias picando un poco de arroz con huevo. Una tras una. Diez monólogos de aproximadamente diez minutos cada uno. Uno mejor que el otro. Uno más revelador y descarnado que el otro. Cuando el video terminó, estaba devastado.

No puedes ser el mismo después de escuchar la confesión despellejada de diez mujeres. Diez señoritas que no hacen otra cosa que hablarle a la cámara, tratando al espectador como un analista, o mejor dicho, como un espejo que no tiene más remedio que oír sus pensamientos, sus indiscreciones en carne viva, sus mentiras más recurrentes, sus ideas más cochinas, sus conclusiones. Ellas están ahí, como hablando solas, y tú las oyes, y te sientes un chismoso, un espía, un detective. En verdad, te sientes como ellas quieren que te sientas. Ellas solo desean saciar la urgencia de vomitar sus historias, y con la complicidad del primer plano cerrado te hacen creer que tú –pobre idiota– has sido el elegido para escucharlas.

Aunque cada historia es diferente, todas las protagonistas comparten un rasgo: son dueñas y artífices de la situación que narran. Las cosas buenas y malas que han vivido al lado de hombres ocurrieron porque, en algún punto, ellas dejaron que ocurran. Ellas dieron su conformidad, su autorización, su luz verde, su visto bueno. Dijeron OK. Si salieron magulladas o triunfadoras, ese es otro cuento. El meollo del asunto es que lo permitieron.

Cuando salí de la casa de mi pata  me quedé amasando esa idea: los hombres históricamente hemos subestimado a las chicas. Hemos crecido creyendo que se las puede hipnotizar, seducir, hacerles pisar el palito de nuestras conveniencias. Hemos crecido creyendo que podemos hacerlas permanecer a nuestro lado aún en contra de su voluntad (es obvio que yo no hice eso, me faltan los argumentos para hacerlo, pero tengo que reconocer siempre lo pensé así).

Sin embargo, me da la impresión de que la sabiduría femenina consiste precisamente en hacernos creer que somos necesarios. Ese es su gran talento. Su gran poder. Así como nos endulzan y nos miman para que mantengamos el ego inflado como un globo, también pueden, si les apetece, extraer una aguja imaginaria, pincharnos el autoestima, y mandarse a mudar.

Mientras nosotros medimos y probamos nuestra fuerza en actividades tan discutiblemente creativas como, por ejemplo, peleas, el levantamiento de pesas, la carga de bloques cada vez más pesados o el remolque de autos con los dientes (cualquier cosa que nos haga sentir los más fuertes), ellas solo necesitan operar correctamente los circuitos cerebrales y decir tres o cuatro cosas para desacomodarnos y vencer nuestra resistencia.

Nunca como en estos días el tan estúpido dicho popular “el hombre propone y la mujer dispone” me ha sonado tan acertado.

Y es que es cierto: los hombres siempre vamos a estar dispuestos a todo, siempre vamos a tener ganas de hacer cosas. Ganas de salir, de chupar, de besuquear, ganas de portarnos mal, ganas de hacer favores a cambio de tan poco. Parte de nuestra misión cultural es ofrecer nuestros servicios de machos galantes. Prueba de eso es que, desde tiempos inmemoriales, somos nosotros los encargados de hacer las grandes preguntas, pero son ellas las que están en el lugar de decidir y redondear respuestas (las tan ansiadas respuestas). Son ellas las que atajan o permiten nuestros avances, según su humor y su termostato.

¿Cómo te llamas? ¿Quieres bailar? ¿Te animas a salir? ¿Me das tu teléfono? ¿A qué hora paso por ti? ¿Me harías la taba por ahí? ¿Quieres estar conmigo? ¿Quieres ser mi enamorada? ¿Quieres ser mi esposa? ¿Te casarías conmigo? ¿Estás hablando con alguien más? ¿Me quieres solo un poco? ¿Ahora que pasara entre nosotros? ¿Y cómo es él? ¿En qué lugar se enamoró de ti? ¿De dónde coño es? ¿A qué mierda dedica el tiempo libre?

Qué puto destino es el de los hombres: preguntar. 

Preguntar es arrojar una bola de barro al vacío para ver qué tan lejos llega; es lanzar un grito desesperado a ver si la montaña nos devuelve un mísero eco.

Todo el tiempo veo a los chicos tratando de ligar en discos o en cualquier local nocturno. Atacan a sus víctimas en manadas. Se acercan a un grupo de chicas, murmuran webadas y rebotan a los pocos segundos. Intentan besarlas y a cambio reciben cachetadas, insultos, desplantes. Como burros en primavera, se precipitan sobre ellas y regresan apaleados.

En cambio, nunca he visto a un chico negándose a besar a una mujer que de pronto se lo pide. Nunca he sabido de ningún muchacho que haya rechazado la invitación de una señorita para pasar una noche de juerga juntos, o que se haya horrorizado ante una propuesta en teoría indecente.

Saben, hasta me parece que nosotros los hombres damos risa. Creemos que piloteamos el avión de nuestro destino, pero son ellas, las mujeres, las que deciden el rumbo de todas las naves. Nosotros nos preciamos de llevar los pantalones, pero son ellas las que tienen la correa. Ellas son más fuertes, quizá no en lo físico, pero sí en lo cerebral y en lo anímico (puta madre no puedo creer que este escribiendo esto).

Debe ser por eso que (para vengarnos un poco de ellas) los chicos hemos inventado a los superhéroes: musculosos que pueden volar, multiplicarse, estirarse, convertirse en animales, en robots, en fuego, en lo que sea. Necesitamos creer que existe algún macho superior a todo, capaz de dominar al resto, aunque para eso tenga que usar antifaz, malla y bikini (ósea un look medio gay). No importa. Ese es el precio que hay que pagar. Los superhéroes enmascarados son los que sacan la cara por nosotros. Las mujeres, en cambio, no necesitan de esas ayuditas simbólicas. Ellas ya tienen poder suficiente como para, encima, apoyarse en figuritas de ficción. ¿Acaso alguna vez han visto a una mujer con súper poderes? Y no me digan que la Mujer Maravilla, que esa tía fofa no hace nada muy distinto de lo que hacen el común de las mujeres. Se pone unos brazaletes muy ostentosos, un calzón muy apretado y se da tres vueltas antes de desaparecer. Al fin, Todas hacen lo mismo. Jaaaa

Desde hace casi un mes siento que Tú me has superado en todo, que eres mas fuerte, me siento nervioso contigo, tengo miedo de fallar, tengo fobia a que tu pienses que soy uno más del montón, rebusco mentalmente cada palabra antes de decírtela, te tengo en un pedestal. Y no es una obligación, es lo que tú mereces; no sé si seré yo, pero mereces a alguien que te de eso y muchísimo más; creo que podría pasarme escribiendo todo lo bueno que me haces sentir y no sería suficiente, es cierto, me dijiste que también tienes un lado oscuro, pero creo que tu lado “bueno” es tan radiante que ni siquiera se compara y lo opaca absolutamente.

Así que desde hoy, me senté a esperarte en la vereda de tu casa, a esperar que un día de estos caiga una flor de tu ventana, una respuesta, una decisión; no sé cuánto tiempo estaré aquí, no sé si caerá algo para mí, pero lo que sí sé (más allá de la incertidumbre de saber que vaya a pasar entre nosotros), es que no me arrepiento de estar aquí. Tú vales todo este sacrificio.








jueves, 9 de julio de 2015

ASÍ PASA, CUANDO SUCEDE

Hoy se terminaron las llamadas inesperadas
Hoy se terminaron los mensajes que daban vida
Hoy se terminaron las primaveras nocturnas
Hoy se terminaron los consejos que daban esperanza
Hoy se terminaron las noches calientes en pleno invierno
Hoy se terminaron los chistes malos y las historias sin sentido
Hoy murió el animal nocturno
Hoy me volví a encontrar con Alex y con una sonrisa sarcástica en la cara me dijo... Te lo dije.
Y para terminar esta noche tan especial y romántica, solo te escribo para decirte que te libero de mí y me libero de ti, hoy lo supimos, te amputo de mí. Sé feliz. Y no nos busquemos más.

AVISO PARROQUIAL: Si no entendiste lo que lineas arriba trato de explicar, escucha y lee las letras de esta canción


martes, 7 de julio de 2015

Me jode tu felicidad

Me encuentro con un pata. Está sentado en una mesa, rodeado de cuatro patas que no conozco, y desde ahí me pasa la voz. Nos saludamos y me invita a sentarme. Tras dudarlo un poco, acepto. No lo veo hace años y como que me apetece conversar con él, así que me acomodo en una silla y me hago un lugar entre los parroquianos.

Uno de ellos me sirve de inmediato una cerveza y yo asumo que ese gesto es una muestra de cordial bienvenida. Mientras chocamos nuestros vasos, siento que esos patas extraños me caen bien, porque me han recibido con buena onda. Quizá hasta haga buenos amigos con algunos de ellos, pienso mientras me aplico el largo sorbo inicial.

La mesa está llena de vasos, ceniceros reventando, dos jarras de cerveza.

Luego de actualizar nuestras vidas, mi amigo y yo nos incorporamos a la conversación grupal. Y al toque me doy cuenta que están hablando de mujeres: sus novias actuales, sus ex enamoradas, las viejas conocidas, las nuevas anónimas, las meseras que atienden en el local, las chicas que van y vienen a nuestro costado.

Aunque es una conversación llena de insignificancias machistas, me divierte. Es una noche de hombres, finalmente, y cuando los hombres se juntan se dedican buena parte del tiempo a hablar de mujeres.

De repente, ingresa al bar una chica que impacta a todos. Parece salida de un póster, de un comercial de lencería, de un desfile de verano. Pelo suelto, blusa escotada, pantalón apretado, tacos. Está muy rica y avanza erguida; erguida y lenta como una presa desconfiada que sabe que acaba de pisar un territorio de bestias muertas de hambre.

–Miren esa flaca, qué rica, dice un pata de la mesa, mientras traga, con modales no dignos de un humano xD, un puñado de cancha.

Todos volteamos a mirar a la señorita, que como una diosa griega camina entre las mesas, buscando un lugar donde sentarse.

Ahí está ella: flotando sobre el piso de este lugar mugriento, levitando en medio de los parroquianos, que la contemplamos boquiabiertos como si fuera la mismísima Virgen de la Anunciación (o como si fuera Tilsa Lozano en hilo dental, para hacer una analogía menos beata =P).

Y aquí estamos nosotros: siguiéndola desde nuestras sillas, como esperando que algo de ella (un pelo, una uña, siquiera una callosidad) nos roce la piel; aguardando que su mano nos toque la cabeza y nos salve así de la mediocridad de ser unos ordinarios mortales.

De pronto, la voz de uno de mis nuevos compañeros quiebra el silencio en el que estábamos:
–Sí, está bien rica, pero si vieran a su enamorado: es un imbécil
– ¿Ah, sí? No jodas, dice otro, como pidiendo más detalles
–Sí, lo conozco. Es un huevonazo medio fumón que se computa la cagada porque tiene billete. Dicen que le saca la vuelta cada vez que quiere, agrega el chismoso=P.
–Puta, qué tal injusticia: esa mamita tan linda con un atorrante. Fijo que se la debe agarrar bien, especula un tercero.
–Bueno, pero si le gustan ese tipo de huevones debe ser una corcha, concluye mi amigo, que con esa frase delata unos prejuicios retrasados que no le recordaba.
–De hecho que es una corcha. Además, fíjense, no mira a nadie la pendeja. Se jura lo máximo. Seguro que para con puro mongo, observa, molesto, otro de los integrantes de este curioso grupo.
–Salud, digo yo, como para devolver el gesto con el que me recibieron, pero sobre todo para cambiar de tema y dar por concluida tan tonta e indiscriminada sesión de comentarios rastreros.

Horas más tarde, de regreso a mi casa, en el asiento trasero de un taxi, recuerdo la escena con mi amigo y esos cuatro fulanos y me doy cuenta de lo patético del cuadro visto desde fuera: cinco hombres especulando sobre la vida ajena, chismeando como urracas, basándose en los famosos “dicen”, llegando a conclusiones que quizá nada tengan que ver con la realidad.

Según la gente de la mesa, la chica guapa del bar tenía un enamorado muy imbécil.

Qué novedad. En esta ciudad todas las chicas guapas, vistas a través de los ojos sulfurosos de un puñado de mamarrachos infelices, siempre tendrán a un imbécil por enamorado.

Y esta noche estos patas, que al inicio me simpatizaron tanto, acabaron actuando como unos infelices en pleno ataque de envidia.

Lo que quiero decir es que cualquiera quisiera ser enamorado de una chica guapa y segura como la del bar, pero ante la imposibilidad de serlo, ante la amarga certeza de que ella no está disponible, y que hay alguien con quien le gusta caminar, bailar; ante esa cruda realidad, el único consuelo que queda es el insulto gratuito, el rencoroso insulto extendido contra el sujeto afortunado que la lleva todas las noches a su casa (por no decir otra cosa).

Fomentar la idea de que ese pata es un imbécil (muy al margen de que lo sea o no) es una manera algo esquizofrénica de tranquilizarnos, de tranquilizar el ego herido, de calmar el hígado revuelto.

Muchas veces (casi siempre) los comentarios que hacemos respecto de terceras personas, en lo que al ámbito sentimental se refiere, nacen de un resentimiento alojado en la zona más negra de nosotros mismos.

Es una situación triste y mediocre que se hace graciosa de puro repetitiva y cotidiana.
Por eso, cuando pasa frente a ti una chica deslumbrante, nunca faltará el envidioso que suelte al aire la misma objeción cargada de mala onda: “pero si su enamorado es un cojudo”. El protestante con seguridad no conoce al enamorado de tan simpática criatura, pero para acarrear su frustración se siente obligado a disparar “la tan cobarde” afirmación.
Similar envidia se siente en diversas circunstancias, buscando generar cagar a un tercero que, por ausente, termina pagando los platos rotos.

Por ejemplo: si la chica que te gusta (y que no te corresponde) está con un pata mayor, cada vez que alguien te pregunte por ella dirás indefectiblemente: “está con un viejo de mierda, un tío que lo único bueno que tiene es el billete”.

Es probable que aquel pata mayor sea en realidad una persona noble, esforzada y talentosa; es probable que le brinde a la chica toda la seguridad que a ti te falta; y es probable incluso que él tenga más dinero que tu en un año. Sin embargo, todos esos detalles palidecen al lado de tus oscuras intenciones. Como él está en el lugar en el que a ti te gustaría estar, entonces le escupes, lo difamas, lo desprestigias.

La misma clase de envidia primitiva sale a relucir cuando tu ex enamorada (la que te abandonó, que es preciosa y mucho menor que tú)  se engancha con un muchacho de su edad, un pata de su barrio  o la universidad.

Si ese es el caso, cada vez que tus amigos te pregunten por ella, tú les dirás muy canchero y ganador: “he oído que se ha metido con un chibolo inmaduro que toca guitarra, uno de esos huevonazos sin futuro”.

La piconería que te corroe no te dejará aceptar que quizá tu ex enamorada es feliz con ese pata (más feliz de lo que era contigo), y que tal vez el huevonazo que no tiene ni puta idea de su futuro no sea él, sino tú. Como es lógico, tampoco aceptarás lo mucho que en el fondo te gustaría saber tocar la guitarra.

Por supuesto que esta envidia nos toma por víctimas a todos, hombres y mujeres. Y en ese trance las mujeres suelen ser más cínicas e implacables.

He visto a más de una saludar con desbordante cariño a una supuesta amiga encontrada en la calle y luego (cuando la ‘amiga’ ya está lo suficientemente lejos como para no escucharla) lanzar contra ella las maldiciones más indecibles.

Imagina esto: estás en la plaza con un grupo mixto de amigos conversando sobre cualquier cosa. De repente, cerca de ustedes cruza una mujer escultural  que se roba las miradas lascivas de los chicos y deja en incómoda posición a las chicas, muchas de ellas mantecosas, brazudas y llenas de estrías.

Si eso ocurre, ten por seguro que cuando la chica espectacular se haya alejado unos metros, alguna de las chicas del grupo murmurará: “qué bestia, qué operada está esa tía. ¿Le vieron las tetas? Pura silicona”. Ahí nomás, otra envidiosa reforzará el ataque unilateral diciendo: “así cualquiera se ve bien, pues, qué fácil”. A lo que una última rolliza apuntalará: “una que se mata haciendo dietas, mientras otras van y se meten aceite de avión en el poto; qué tal concha carajo”.
Lo que me da risa de las mujeres (ok, de algunas mujeres) es cuando se esconden en parejas para despedazar a otras féminas. Eso es clásico, por ejemplo, en una reunión. De tanto en tanto ves parejas de chicas retirarse discretamente de la sala rumbo al baño y la cocina. Si las sigues y pegas el oído a la puerta (y acepto sin orgullo que lo he hecho), oirás cómo dinamitan las famas ajenas de una manera realmente espantosa.

No solo critican vestidos, apariencias y looks, sino que además canjean información selecta sobre el pasado y la biografía de la muchacha a la que están destruyendo, y a la cual (desde luego) le pasarán franela un ratito más tarde.

Una vez leí –y vaya que tiene razón– que una casa es como un teatro, en donde la sala equivale al escenario y la cocina y el baño equivalen al backstage. Es decir, en la sala, sobre la alfombra y los sofás, la gente monta una actuación, mientras que los otros ambientes la gente se calatea y habla con franqueza.

Pero la envidia no solo se activa ante la belleza que nos falta, sino básicamente ante la felicidad que no tenemos. Por ejemplo, esto también es típico: ves a una pareja de enamorados de lo más acaramelados en la vía pública y comentas la escena con absoluta tirria: “mira ese par de tarados, qué huachafos, dándose besitos en una banca”.

Lo que no dices es cuánto te gustaría estar allí, recibiendo esos mimos, sintiéndote importante y necesario para otra persona, dejando de ser, siquiera por un minuto, ese hombre tenso, tonto que en el fondo eres.

Algo raro hay en nuestra naturaleza que nos lleva a criticar al que la está pasando bien; a meter cabe al que ha logrado el equilibrio; a empujar al que, desafiante, se ha asomado al precipicio.

Si vemos a un fortachón de la mano de una chica bonita e inteligente, decimos por lo bajo, entre dientes, que él seguramente se infla los músculos inyectándose esteroides todas las noches. Y si el fortachón usa camisetas apretadas, no perdemos la oportunidad de sugerir que alguna tendencia homosexual debe tener. “Así son, pues, debajo de todos esos bíceps y pectorales siempre hay una marica profunda”, diremos (en realidad diré) celosos.

Y si, por el contrario, vemos a esa misma chica caminando de la mano con un sujeto de aspecto sucio, o de rasgos oscuros, de inmediato soltamos la teoría de que se trata de un pariente. “Ese feo debe ser su primo, ni cagando es su macho”, dirá más de uno, carcomido por el ardor del que no puede estar ahí.

Recuerdo una escena de hace años, al lado de mi primera enamorada en serio.
Ella era muy atractiva y desde el inicio de nuestra relación yo debí acostumbrarme a que de vez en cuando la silbaran en la calle. Aprendí a convivir con eso, porque si me hubiese puesto a pedirle cuentas a cada uno de los admiradores espontáneos que salían a su paso (desde albañiles hasta pirañitas) habría protagonizado más de una bronca semanal.
Yo jamás reaccionaba, porque ella odiaba a los tipos violentos. (Aunque la verdad –aquí, entre nos– era que tenía tan poca habilidad para el boxeo que prefería llevar la fiesta en paz y evitar salir abollado, con un pómulo partido o un diente roto).

Una tarde, mientras caminábamos por la calle, vi a un grupo de patas acercarse a nosotros raudamente. Yo la tomé de la mano con fuerza, como marcando terreno. Al pasar a nuestro costado uno de los patas se adelantó y escupió una frase que nunca olvidaré:
-          “Déjala ir, cachudo.”
Si digo que me quedé frío, miento. Me quedé congelado

Lo peor fue que el grito inesperado dio pie a un inmediato concierto de carcajadas: me refiero a las carcajadas del resto de idiotas que iban aplaudiendo la gracia, pero también a las carcajadas de ella, que celebró (para mi gusto con preocupante animosidad) la broma de mal gusto de la que yo acababa de ser objeto.

En cuestión de segundos me puse rojo de la ira y me enfurecí, mientras los patas desaparecían al voltear la esquina. La inseguridad de esos años me hacía pensar que lo que esos chiquillos miserables querían decir era que yo no merecía estar con la bonita reina, porque ella era mucho lote para mí, o como suele decirse, mucha lata para tan poco atún, mucho mueble para mi sala, mucha arena para mi volquete, mucha tumba para mi muerto.

Es decir, si yo no estaba a su altura, si yo no la merecía, tarde o temprano ella me engañaría con otro. Fue ese razonamiento idiota lo que me paralizó.

Yo debí reaccionar con velocidad y aplomo, pero no pude. Al final, molestarme con ella fue una manera indirecta de darles la razón a esos cabrones, de permitir que se salieran con la suya.

A la gente le encanta hablar del resto. Como se aburren muy rápido de ellos mismos, prefieren invertir el tiempo de conversación pontificando y exagerando la existencia de los demás, dando vida a un retorcido teléfono malogrado que solo produce malos entendidos.

Por ejemplo, imagina que una noche oyes por fuentes de segunda mano que Juan Pérez, un conocido tuyo, anda en crisis con su enamorada, porque, al parecer, él estuvo tomando unas pastillas antidepresivas que afectaron brevemente su rendimiento sexual.
Escuchas esa información incompleta, te fías de ella y estableces imaginativas e injustas suposiciones.

La siguiente vez que alguien, en otro círculo social, te pregunte qué es de la vida de Juan, tú (manipulando groseramente los pocos datos a los que tuviste acceso) te despacharás sin misericordia. Pondrás cara mortificado y dirás que Juan sufre de impotencia crónica, que su próstata presenta trastornos que le impiden completar una erección, y que eso ha obligado a su enamorada a abandonarlo para siempre.

Lo más probable es que en ese mismo instante, mientras tú lo haces puré, Juan ya haya normalizado la relación con su enamorada y esté en plena faena amatoria. Pero, claro, esas contingencias pasan a segundo plano: lo que importa es que tú seas el centro de la atracción, el “showman” que se llena la boca con los chismes más calentitos.

La envidia de la gente nunca debería disuadirnos de buscar la felicidad tal cual la imaginamos.
Siempre habrá algún (o alguna) estúpido dispuesto a tumbarte, a pasar por encima de ti, a lanzar cuchillos a tus espaldas y a sembrar minas antipersonales en el camino por el que avanzas.

Siempre habrá algún cabrón que, incómodo con tu momento de felicidad, intentará borronearlo. Pero que no te dé pánico: que te dé risa. Porque tu sonrisa más auténtica lo liquidará inapelablemente.

Escribo todo esto mientras espero, aunque suene gracioso, la respuesta a una pregunta que nunca hice, mientras espero que alguien se la juegue por mí y paradójicamente a todo lo escrito anteriormente, espero que alguien me diga que quiere ser feliz sin importar lo que diga el resto, que alguien me diga que asume el riesgo, que necesita que la tome de la mano para que el miedo disminuya con el pasar de los días.


Quiero estar aquí, quiero ser destruido, quiero perderme, no quiero huir de esto; seguramente como con todo lo bueno que pensé que me sucedería, la respuesta que me darán será catastrófica para mí, pero igual estoy aquí como Usain Bolt en la última competencia de los 100 metros, esperando el silbatazo para comenzar la carrera que definirá el inicio del primer día del resto de mi vida.


sábado, 4 de julio de 2015

Y es así que trato de contarte todo esto que siento

Eres una chica espectacular, tan sencilla y compleja a la vez; me encanta verte hablar, discutir y ser. Me gustaría que confiaraz un poco más en mi, que lo único que quiero es estar lo más cerca a ti, hablar lo más posible y recordar contigo como es sentirse bien de verdad, ahora estoy un poco ebrio pero no quiero perder esta oportunidad para decirte, no que te amo, no que estoy enamorado, sólo decirte que te haz convertido en una persona muy importante para este humilde siervo del señor, no se que pasará en el futuro con todo esto, pero hoy, pero hoy puta madre, me haces sentir muy muy bien, sólo con el simple hecho de estar cerca, a un pensamiento de distancia. Yo se que este tipo de cosas no te gustan, es más te molestan pero tenía que decirlo, esto es todo lo que tengo que decir al respecto.

jueves, 2 de julio de 2015

El Punto Indicado

Si alguna vez me lo hubieran preguntado,
hubiera dicho, no hay manera, óigame usted,
de que aquella chica hubiese reparado
en mi presencia, ni siquiera en mi existir.

Pero en aquel momento cruzamos las miradas,
hubo una chispa, ya no hay nada que entender,
es esa mezcla, no lo sé, este impulso inesperado,
el que despierta mis ganas de seguir.

Buscando excusas tontas
para tenerte cerca,
contando chistes malos
para hacerte reír,
buscando maneras
para tenerte cerca y no dejarte ir.

Y sin embargo, todavía no eh logrado
asegurarme toda tu atención
es la primera meta que yo me he trazado,
que en tu memoria quede grabada esta intención,

Por eso sigo yo esperando el punto indicado
para subirle la llama a este fogón
que crece adentro y alienta la esperanza
de que algún día, sea mio tu complicado corazón.



Estuvimos tan cerquita

Tú solo viste lo mejor de mí Y no lo que yo sufría Te fuiste sin saber el por qué El por qué de mis heridas Y no te tocaba a ti curarlas Vin...