martes, 7 de julio de 2015

Me jode tu felicidad

Me encuentro con un pata. Está sentado en una mesa, rodeado de cuatro patas que no conozco, y desde ahí me pasa la voz. Nos saludamos y me invita a sentarme. Tras dudarlo un poco, acepto. No lo veo hace años y como que me apetece conversar con él, así que me acomodo en una silla y me hago un lugar entre los parroquianos.

Uno de ellos me sirve de inmediato una cerveza y yo asumo que ese gesto es una muestra de cordial bienvenida. Mientras chocamos nuestros vasos, siento que esos patas extraños me caen bien, porque me han recibido con buena onda. Quizá hasta haga buenos amigos con algunos de ellos, pienso mientras me aplico el largo sorbo inicial.

La mesa está llena de vasos, ceniceros reventando, dos jarras de cerveza.

Luego de actualizar nuestras vidas, mi amigo y yo nos incorporamos a la conversación grupal. Y al toque me doy cuenta que están hablando de mujeres: sus novias actuales, sus ex enamoradas, las viejas conocidas, las nuevas anónimas, las meseras que atienden en el local, las chicas que van y vienen a nuestro costado.

Aunque es una conversación llena de insignificancias machistas, me divierte. Es una noche de hombres, finalmente, y cuando los hombres se juntan se dedican buena parte del tiempo a hablar de mujeres.

De repente, ingresa al bar una chica que impacta a todos. Parece salida de un póster, de un comercial de lencería, de un desfile de verano. Pelo suelto, blusa escotada, pantalón apretado, tacos. Está muy rica y avanza erguida; erguida y lenta como una presa desconfiada que sabe que acaba de pisar un territorio de bestias muertas de hambre.

–Miren esa flaca, qué rica, dice un pata de la mesa, mientras traga, con modales no dignos de un humano xD, un puñado de cancha.

Todos volteamos a mirar a la señorita, que como una diosa griega camina entre las mesas, buscando un lugar donde sentarse.

Ahí está ella: flotando sobre el piso de este lugar mugriento, levitando en medio de los parroquianos, que la contemplamos boquiabiertos como si fuera la mismísima Virgen de la Anunciación (o como si fuera Tilsa Lozano en hilo dental, para hacer una analogía menos beata =P).

Y aquí estamos nosotros: siguiéndola desde nuestras sillas, como esperando que algo de ella (un pelo, una uña, siquiera una callosidad) nos roce la piel; aguardando que su mano nos toque la cabeza y nos salve así de la mediocridad de ser unos ordinarios mortales.

De pronto, la voz de uno de mis nuevos compañeros quiebra el silencio en el que estábamos:
–Sí, está bien rica, pero si vieran a su enamorado: es un imbécil
– ¿Ah, sí? No jodas, dice otro, como pidiendo más detalles
–Sí, lo conozco. Es un huevonazo medio fumón que se computa la cagada porque tiene billete. Dicen que le saca la vuelta cada vez que quiere, agrega el chismoso=P.
–Puta, qué tal injusticia: esa mamita tan linda con un atorrante. Fijo que se la debe agarrar bien, especula un tercero.
–Bueno, pero si le gustan ese tipo de huevones debe ser una corcha, concluye mi amigo, que con esa frase delata unos prejuicios retrasados que no le recordaba.
–De hecho que es una corcha. Además, fíjense, no mira a nadie la pendeja. Se jura lo máximo. Seguro que para con puro mongo, observa, molesto, otro de los integrantes de este curioso grupo.
–Salud, digo yo, como para devolver el gesto con el que me recibieron, pero sobre todo para cambiar de tema y dar por concluida tan tonta e indiscriminada sesión de comentarios rastreros.

Horas más tarde, de regreso a mi casa, en el asiento trasero de un taxi, recuerdo la escena con mi amigo y esos cuatro fulanos y me doy cuenta de lo patético del cuadro visto desde fuera: cinco hombres especulando sobre la vida ajena, chismeando como urracas, basándose en los famosos “dicen”, llegando a conclusiones que quizá nada tengan que ver con la realidad.

Según la gente de la mesa, la chica guapa del bar tenía un enamorado muy imbécil.

Qué novedad. En esta ciudad todas las chicas guapas, vistas a través de los ojos sulfurosos de un puñado de mamarrachos infelices, siempre tendrán a un imbécil por enamorado.

Y esta noche estos patas, que al inicio me simpatizaron tanto, acabaron actuando como unos infelices en pleno ataque de envidia.

Lo que quiero decir es que cualquiera quisiera ser enamorado de una chica guapa y segura como la del bar, pero ante la imposibilidad de serlo, ante la amarga certeza de que ella no está disponible, y que hay alguien con quien le gusta caminar, bailar; ante esa cruda realidad, el único consuelo que queda es el insulto gratuito, el rencoroso insulto extendido contra el sujeto afortunado que la lleva todas las noches a su casa (por no decir otra cosa).

Fomentar la idea de que ese pata es un imbécil (muy al margen de que lo sea o no) es una manera algo esquizofrénica de tranquilizarnos, de tranquilizar el ego herido, de calmar el hígado revuelto.

Muchas veces (casi siempre) los comentarios que hacemos respecto de terceras personas, en lo que al ámbito sentimental se refiere, nacen de un resentimiento alojado en la zona más negra de nosotros mismos.

Es una situación triste y mediocre que se hace graciosa de puro repetitiva y cotidiana.
Por eso, cuando pasa frente a ti una chica deslumbrante, nunca faltará el envidioso que suelte al aire la misma objeción cargada de mala onda: “pero si su enamorado es un cojudo”. El protestante con seguridad no conoce al enamorado de tan simpática criatura, pero para acarrear su frustración se siente obligado a disparar “la tan cobarde” afirmación.
Similar envidia se siente en diversas circunstancias, buscando generar cagar a un tercero que, por ausente, termina pagando los platos rotos.

Por ejemplo: si la chica que te gusta (y que no te corresponde) está con un pata mayor, cada vez que alguien te pregunte por ella dirás indefectiblemente: “está con un viejo de mierda, un tío que lo único bueno que tiene es el billete”.

Es probable que aquel pata mayor sea en realidad una persona noble, esforzada y talentosa; es probable que le brinde a la chica toda la seguridad que a ti te falta; y es probable incluso que él tenga más dinero que tu en un año. Sin embargo, todos esos detalles palidecen al lado de tus oscuras intenciones. Como él está en el lugar en el que a ti te gustaría estar, entonces le escupes, lo difamas, lo desprestigias.

La misma clase de envidia primitiva sale a relucir cuando tu ex enamorada (la que te abandonó, que es preciosa y mucho menor que tú)  se engancha con un muchacho de su edad, un pata de su barrio  o la universidad.

Si ese es el caso, cada vez que tus amigos te pregunten por ella, tú les dirás muy canchero y ganador: “he oído que se ha metido con un chibolo inmaduro que toca guitarra, uno de esos huevonazos sin futuro”.

La piconería que te corroe no te dejará aceptar que quizá tu ex enamorada es feliz con ese pata (más feliz de lo que era contigo), y que tal vez el huevonazo que no tiene ni puta idea de su futuro no sea él, sino tú. Como es lógico, tampoco aceptarás lo mucho que en el fondo te gustaría saber tocar la guitarra.

Por supuesto que esta envidia nos toma por víctimas a todos, hombres y mujeres. Y en ese trance las mujeres suelen ser más cínicas e implacables.

He visto a más de una saludar con desbordante cariño a una supuesta amiga encontrada en la calle y luego (cuando la ‘amiga’ ya está lo suficientemente lejos como para no escucharla) lanzar contra ella las maldiciones más indecibles.

Imagina esto: estás en la plaza con un grupo mixto de amigos conversando sobre cualquier cosa. De repente, cerca de ustedes cruza una mujer escultural  que se roba las miradas lascivas de los chicos y deja en incómoda posición a las chicas, muchas de ellas mantecosas, brazudas y llenas de estrías.

Si eso ocurre, ten por seguro que cuando la chica espectacular se haya alejado unos metros, alguna de las chicas del grupo murmurará: “qué bestia, qué operada está esa tía. ¿Le vieron las tetas? Pura silicona”. Ahí nomás, otra envidiosa reforzará el ataque unilateral diciendo: “así cualquiera se ve bien, pues, qué fácil”. A lo que una última rolliza apuntalará: “una que se mata haciendo dietas, mientras otras van y se meten aceite de avión en el poto; qué tal concha carajo”.
Lo que me da risa de las mujeres (ok, de algunas mujeres) es cuando se esconden en parejas para despedazar a otras féminas. Eso es clásico, por ejemplo, en una reunión. De tanto en tanto ves parejas de chicas retirarse discretamente de la sala rumbo al baño y la cocina. Si las sigues y pegas el oído a la puerta (y acepto sin orgullo que lo he hecho), oirás cómo dinamitan las famas ajenas de una manera realmente espantosa.

No solo critican vestidos, apariencias y looks, sino que además canjean información selecta sobre el pasado y la biografía de la muchacha a la que están destruyendo, y a la cual (desde luego) le pasarán franela un ratito más tarde.

Una vez leí –y vaya que tiene razón– que una casa es como un teatro, en donde la sala equivale al escenario y la cocina y el baño equivalen al backstage. Es decir, en la sala, sobre la alfombra y los sofás, la gente monta una actuación, mientras que los otros ambientes la gente se calatea y habla con franqueza.

Pero la envidia no solo se activa ante la belleza que nos falta, sino básicamente ante la felicidad que no tenemos. Por ejemplo, esto también es típico: ves a una pareja de enamorados de lo más acaramelados en la vía pública y comentas la escena con absoluta tirria: “mira ese par de tarados, qué huachafos, dándose besitos en una banca”.

Lo que no dices es cuánto te gustaría estar allí, recibiendo esos mimos, sintiéndote importante y necesario para otra persona, dejando de ser, siquiera por un minuto, ese hombre tenso, tonto que en el fondo eres.

Algo raro hay en nuestra naturaleza que nos lleva a criticar al que la está pasando bien; a meter cabe al que ha logrado el equilibrio; a empujar al que, desafiante, se ha asomado al precipicio.

Si vemos a un fortachón de la mano de una chica bonita e inteligente, decimos por lo bajo, entre dientes, que él seguramente se infla los músculos inyectándose esteroides todas las noches. Y si el fortachón usa camisetas apretadas, no perdemos la oportunidad de sugerir que alguna tendencia homosexual debe tener. “Así son, pues, debajo de todos esos bíceps y pectorales siempre hay una marica profunda”, diremos (en realidad diré) celosos.

Y si, por el contrario, vemos a esa misma chica caminando de la mano con un sujeto de aspecto sucio, o de rasgos oscuros, de inmediato soltamos la teoría de que se trata de un pariente. “Ese feo debe ser su primo, ni cagando es su macho”, dirá más de uno, carcomido por el ardor del que no puede estar ahí.

Recuerdo una escena de hace años, al lado de mi primera enamorada en serio.
Ella era muy atractiva y desde el inicio de nuestra relación yo debí acostumbrarme a que de vez en cuando la silbaran en la calle. Aprendí a convivir con eso, porque si me hubiese puesto a pedirle cuentas a cada uno de los admiradores espontáneos que salían a su paso (desde albañiles hasta pirañitas) habría protagonizado más de una bronca semanal.
Yo jamás reaccionaba, porque ella odiaba a los tipos violentos. (Aunque la verdad –aquí, entre nos– era que tenía tan poca habilidad para el boxeo que prefería llevar la fiesta en paz y evitar salir abollado, con un pómulo partido o un diente roto).

Una tarde, mientras caminábamos por la calle, vi a un grupo de patas acercarse a nosotros raudamente. Yo la tomé de la mano con fuerza, como marcando terreno. Al pasar a nuestro costado uno de los patas se adelantó y escupió una frase que nunca olvidaré:
-          “Déjala ir, cachudo.”
Si digo que me quedé frío, miento. Me quedé congelado

Lo peor fue que el grito inesperado dio pie a un inmediato concierto de carcajadas: me refiero a las carcajadas del resto de idiotas que iban aplaudiendo la gracia, pero también a las carcajadas de ella, que celebró (para mi gusto con preocupante animosidad) la broma de mal gusto de la que yo acababa de ser objeto.

En cuestión de segundos me puse rojo de la ira y me enfurecí, mientras los patas desaparecían al voltear la esquina. La inseguridad de esos años me hacía pensar que lo que esos chiquillos miserables querían decir era que yo no merecía estar con la bonita reina, porque ella era mucho lote para mí, o como suele decirse, mucha lata para tan poco atún, mucho mueble para mi sala, mucha arena para mi volquete, mucha tumba para mi muerto.

Es decir, si yo no estaba a su altura, si yo no la merecía, tarde o temprano ella me engañaría con otro. Fue ese razonamiento idiota lo que me paralizó.

Yo debí reaccionar con velocidad y aplomo, pero no pude. Al final, molestarme con ella fue una manera indirecta de darles la razón a esos cabrones, de permitir que se salieran con la suya.

A la gente le encanta hablar del resto. Como se aburren muy rápido de ellos mismos, prefieren invertir el tiempo de conversación pontificando y exagerando la existencia de los demás, dando vida a un retorcido teléfono malogrado que solo produce malos entendidos.

Por ejemplo, imagina que una noche oyes por fuentes de segunda mano que Juan Pérez, un conocido tuyo, anda en crisis con su enamorada, porque, al parecer, él estuvo tomando unas pastillas antidepresivas que afectaron brevemente su rendimiento sexual.
Escuchas esa información incompleta, te fías de ella y estableces imaginativas e injustas suposiciones.

La siguiente vez que alguien, en otro círculo social, te pregunte qué es de la vida de Juan, tú (manipulando groseramente los pocos datos a los que tuviste acceso) te despacharás sin misericordia. Pondrás cara mortificado y dirás que Juan sufre de impotencia crónica, que su próstata presenta trastornos que le impiden completar una erección, y que eso ha obligado a su enamorada a abandonarlo para siempre.

Lo más probable es que en ese mismo instante, mientras tú lo haces puré, Juan ya haya normalizado la relación con su enamorada y esté en plena faena amatoria. Pero, claro, esas contingencias pasan a segundo plano: lo que importa es que tú seas el centro de la atracción, el “showman” que se llena la boca con los chismes más calentitos.

La envidia de la gente nunca debería disuadirnos de buscar la felicidad tal cual la imaginamos.
Siempre habrá algún (o alguna) estúpido dispuesto a tumbarte, a pasar por encima de ti, a lanzar cuchillos a tus espaldas y a sembrar minas antipersonales en el camino por el que avanzas.

Siempre habrá algún cabrón que, incómodo con tu momento de felicidad, intentará borronearlo. Pero que no te dé pánico: que te dé risa. Porque tu sonrisa más auténtica lo liquidará inapelablemente.

Escribo todo esto mientras espero, aunque suene gracioso, la respuesta a una pregunta que nunca hice, mientras espero que alguien se la juegue por mí y paradójicamente a todo lo escrito anteriormente, espero que alguien me diga que quiere ser feliz sin importar lo que diga el resto, que alguien me diga que asume el riesgo, que necesita que la tome de la mano para que el miedo disminuya con el pasar de los días.


Quiero estar aquí, quiero ser destruido, quiero perderme, no quiero huir de esto; seguramente como con todo lo bueno que pensé que me sucedería, la respuesta que me darán será catastrófica para mí, pero igual estoy aquí como Usain Bolt en la última competencia de los 100 metros, esperando el silbatazo para comenzar la carrera que definirá el inicio del primer día del resto de mi vida.


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